Michelin y el gusto afrancesado

En España se suele tachar de afrancesados a quienes siguen modelos profesionales o conceptuales de origen galo. Pues bien, debo confesar que a mí me resulta mucho más atractivo el modelo de crítica de la Guía Michelin que el de muchos críticos españoles

En España se suele tachar de afrancesados a quienes siguen modelos profesionales o conceptuales de origen galo. El calificativo afrancesado posee connotaciones claramente peyorativas y se dirige como un arma arrojadiza contra quienes no comparten la propaganda nacionalista española activa desde el 2 de Mayo de 1808, que paradójicamente insiste en que los franceses, en su paso por España, se apropiaron de numerosas recetas de nuestras cocinas -o por lo menos eso es lo que afirma Dionisio Pérez en su Guía del buen comer español.

Hoy, más que a Francia, muchos miran hacia Gran Bretaña o, más exactamente, a Londres y su área metropolitana, espejo cosmopolita de un mundo globalizado, donde el paladar puede ir saltando de la cocina japonesa a la mexicana, pasando por la china, la india, la libanesa, la turca, la griega, la española e incluso la francesa, sin olvidar las innovaciones a las que pueden prestarse las salchichas, el roast beef y el fish and chips. Que el paradigma imperante es el anglosajón lo tienen claro hasta los franceses. Fíjense, si no, en una escritora romántica de éxito como la parisina Anna Gavalda, francesa de pura cepa, educada en la Sorbona y galardonada con el Grand Prix RTL-Lire 2000. Para documentarse para el personaje del cocinero Franck de su novela Juntos, nada más, Gavalda pasó varios días observando en acción en su restaurante a la gran cocinera Hélène Darroze. Tanto en ese libro como en otros de la misma autora, aparecen numerosas citas de canciones o de obras literarias en inglés, reflejo de una tendencia creciente en la sociedad gala, pese a leyes proteccionistas del francés como la célebre ley Toubon.

El seguidismo del modelo anglosajón en nuestra España gastronómica cuenta con abanderados de peso, como José Carlos Capel, no sólo por el congreso Madrid Fusión (nombre que constituye una declaración de principios) sino por algunas críticas de restaurantes que hacen hincapié en el carácter cosmopolita no sólo de su cocina sino de su clientela. En el caso de uno de ellos -un conocido restaurante madrileño en el que yo mismo, por cierto, he comido encantado-, Capel decía que estaba «en línea con los locales de moda londinenses», de inspiración claramente sinojaponesa, con algún toque peruano, como suele ser el caso en las cartas de los restaurantes de vanguardia, tecnoemocionales, moleculares o como quieran ustedes llamarlos. Al fin y al cabo, tampoco hay que olvidar que algunos cocineros españoles se han formado en restaurantes de cocina asiática o tienen vínculos más personales con Asia y sus gentes.

A mi juicio, a los críticos españoles les preocupa envejecer o, mejor dicho, parecer viejos. De ahí que abracen con entusiasmo cualquier tendencia emergente o moda hasta el extremo de denostar lo propio. Volviendo al caso de Capel, en su artículo «Un ‘crack’ oculto en Málaga» ensalza al restaurante Schilo, del holandés Schilo Van Coevorden en Casares, aduciendo que se trata de un «profesional cosmopolita (Amsterdam, Düsseldorf, Tokio, Hong Kong y Dubái), cuyas creaciones miran a Oriente». Se trata de «un huracanado soplo de viento fresco en la alta cocina europea que recuerda el estilo de DiverXo en Madrid o el Dos Palillos de Barcelona, sin que se asemeje a ninguno de ambos. (…) Salvando las distancias, platos que evocan una facción de la cocina australiana contemporánea, de base asiática-europea, como la del celebrado Peter Gilmore (restaurante Quay, Sidney)».

Lo cierto es que algunos críticos españoles -si sólo he mencionado a Capel es porque posiblemente sea el que cuenta con mayor audiencia, no por ser el único- han pasado del periodismo informativo-interpretativo al periodismo de servicios, como muy bien dice Fernando Sánchez en su post «Últimas tendencias en la crítica gastronómica«, publicado en Lo mejor de la gastronomía: «En el Periodismo de Servicios la crítica gastronómica se enfoca a la orientación en las decisiones de consumo gastronómico de los lectores. Estos se consideran consumidores por partida doble: del medio que leen y del restaurante donde comen o el producto delicatessen que adquieren orientados por el crítico». El problema surge cuando el crítico gastronómico está patrocinado -o sea, recibe dinero- por empresas que venden dichos productos delicatessen, como es el caso precisamente de la web en la que Sánchez publica su post.

Ante un panorama como el descrito, resulta particularmente interesante lo que afirman Ivan Levaï e Yves Messarovitch en el libro Empresa y responsabilidad sobre François Michelin, el patrón de la empresa de neumáticos que lleva su apellido: «Es el reflejo de un hombre libre, alejado del discurso ambiente. No toma prestado nada de las modas. Lo que es, se lo debe a su capacidad de diálogo y a un mucho de fidelidad respecto de sus convicciones». Michelin vela por mantener su plantilla en Francia gracias a las exportaciones, que representan un porcentaje cada vez mayor de sus ventas. Y es que hoy es preciso exportar para sobrevivir.

En el libro de conversaciones con Levaï y Messarovitch, François Michelin centra su discurso en el ser y el tener de las personas. Su fe en Dios y en el trabajo chocan con la frivolidad y el esnobismo. Cuando Levaï y Messarovitch comentan que el ser humano cada día quiere más, Michelin responde que «el hombre está hecho para el infinito. ¿Cómo quiere que se satisfaga con ‘productos’ finitos?». Ante esa aspiración a la trascendencia, los autores le recuerdan a Michelin que son los alimentos terrestres los que han hecho y hacen la fortuna de la Guía Michelin, a lo que François replica que «la fortuna de la guía es la exquisitez del gusto de los franceses».

Esa frase me recuerda otra que comparto: que a los grandes restaurantes los construyen los clientes, ya que todo profesional tiene que estar a la altura de las exigencias y aspiraciones de su clientela. Por eso nunca me ha parecido falaz decir que «el cliente siempre tiene razón«, porque no entiendo al cliente como simple individuo, sino como colectivo que participa de nuestra empresa, ya sea un restaurante o una fábrica de neumáticos. Más aún, concibo al cliente como la razón de ser del restaurante.

La crisis actual conlleva sin duda un aumento de la exigencia y el rigor de nuestros clientes. La misma exigencia y rigor de los que hacen gala unos críticos a los que se les demanda formación y experiencia en hostelería; que permanecen en el anonimato; que pagan escrupulosamente la cuenta, pues sin factura no se les admite la crítica; que tienen que cumplimentar un extenso cuestionario sobre el establecimiento criticado. Muy pocos pueden alardear de cumplir con todos estos requisitos . Pero claro, ésos seguro que no llegan a vivir cien años.

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