Y los platos, ¿quién los friega?
La cosa empezó cuando los amigos se presentaron antes de tiempo. Les gusta fisgonear y entrar en la cocina para saber lo que se cuece. Se empieza a fumar, las cervezas vuelan de la nevera y el desorden y el caos se apoderan de la cocina
La situación, un domingo, en una casa particular, es muy común: el hombre quiere presumir de cocinillas («Yo cocino, mi mujer prepara la comida», se ufanaba el otro día en la tele un ejemplar de macho ibérico) y arma un berenjenal de mil demonios, en vista de lo cual, la mujer pregunta: «Y todo esto, ¿quién lo limpia?».
Para empezar, los amigos se presentan antes de tiempo. Les gusta fisgonear y entrar en la cocina para saber lo que se cuece. Se empieza a fumar, las cervezas vuelan de la nevera y el desorden y el caos se apoderan de la cocina, donde no hay un amigo, no, sino cuatro, justo en el momento en que se nos pega la cebolla para los calamares («¡Gajes del oficio!», se excusa el cocinero anfitrión. ¡Qué le vamos a hacer!).
Surgen las discusiones habituales: las cazuelas, de barro o de hierro colado (las de aluminio, ¡ni verlas!); las de cobre dan demasiado trabajo, y hay algunas de acero inoxidable que están muy bien. Pero los cuatro amigos coinciden en que el hierro colado es el mejor invento si lo que te gusta es cocinar. La sangre no llega al río, pero precisamente hablando de sangre y de morcillas empieza otra conversación sobre carnes y embutidos: que si cochinillo, que si cordero, que si cabrito, jamones o salchichones, chorizos y sobrasadas… El tema invita a picar, y amigos y anfitriones dan buena cuenta de un fuet, un salchichón de Vic o unas lonchas de Guijuelo.
Y luego se habla ya de todo: fútbol, política, trabajo y familia, de manera distendida, sin gritar, pero totalmente anárquica: las conversaciones dan vueltas y vueltas como la cuchara que le da al guiso, que ya está listo para la picada. A todo esto, de fondo, una buena ópera: escuchar a la Callas cantando el «Voi lo sapete, o mamma!» de Mascagni es tan apetitoso como un plato de bacalao con samfaina.
Sentados a la mesa, empieza la comida, seguida de cafés, copas, tertulia y los ceniceros a reventar. Los invitados no se van hasta que empieza a anochecer y dejan tras ellos un paisaje desolador, como un auténtico campo de batalla: el salón, zona catastrófica; el fregadero, lleno de cacharros; las bandejas de hornear, chamuscadas o con incrustaciones de jugos reducidos; restos y migas por doquier; los trapos, que necesitarán horas de remojo para sacarles toda la porquería; el suelo, que precisa un barrido de urgencia. Y los platos, ¿quién los friega?