Sabor a beso
El queso de mi infancia es el mató: en casa teníamos vacas, y la leche que sobraba se convertía en un mató bastante seco, que comíamos de postre, con miel o azúcar. Ése era el único queso que se consumía en casa, donde no entraban ni La Vaca que Ríe ni El Caserío
El queso de mi infancia es el mató: en casa teníamos vacas, y la leche que sobraba se convertía en un mató bastante seco, que comíamos de postre, con miel o azúcar. Ése era el único queso que se consumía en casa, donde no entraban ni La Vaca que Ríe ni El Caserío ni quesos de ninguna otra procedencia, con la única y muy esporádica excepción de algún queso curado que mi padre compraba a vendedores ambulantes.
No fue hasta que cumplí el servicio militar en Canarias cuando me inicié en el descubrimiento del mundo de los quesos, empezando por los de cabra canarios. En Canarias empecé a madurar la idea de abrir un restaurante, y a mi vuelta de las islas quise seguir en parte la moda de ciertos locales barceloneses, como el histórico —y aún activo— El Pla de la Garsa, que servían excelentes tablas de quesos y embutidos con una buena selección de vinos.
A partir de aquí empecé a conocer la restauración barcelonesa y guardo un grato recuerdo de un restaurante como El Caballito Blanco, que tenía un excelente selección de quesos. En viajes posteriores, sobre todo a Francia, me di cuenta de la importancia del queso en la alta restauración. Las tablas de quesos del Oustau de Baumanière, en Les-Baux-de-Provence, y el Hiély Lucullus de Aviñón me impresionaron profundamente.
El hecho de realizar una parte de las compras de mi restaurante en el mercado de Perpiñán me permitió comprar los grandes quesos de Francia, y la quesería Galimafrée de monsieur Danois, que ya no existe, me abrió como ningún otro lugar el mundo del queso.
Es curioso que las tablas de quesos hayan tenido y tengan un peso tan escaso en la restauración española. En Cataluña, por ejemplo, restaurantes que han marcado época, como Eldorado Petit, Finisterre, Reno o Agut d’Avignon —y la lista podría ser mucho más larga— no tenían tabla de quesos, mientras que la presencia del queso en uno de los grandes restaurantes históricos de Barcelona, el Neichel, se debe a que su chef propietario es francés de Alsacia.
Hoy, de los restaurantes españoles con tres estrellas Michelin, Can Fabes es el único que ofrece a sus comensales una tabla de quesos. Los demás utilizan el queso en la cocina y, como máximo, sirven un plato de queso con sus contrastes —caso del Sant Pau de Carme Ruscalleda— o sin ellos —caso de Arzak—, pero no brindan a sus clientes la posibilidad de elegir entre una variedad de quesos. En parte puede que se deba a que los españoles somos aficionados a consumir el queso como aperitivo, especialmente quesos de considerable potencia, como el manchego o el roncal, a diferencia de nuestros vecinos franceses, que los comen de postre o justo antes del mismo.
A mí me gustan los quesos cremosos, blandos, aunque también disfrute de los quesos de aperitivo curados, como el manchego o el roncal. Mis quesos franceses favoritos son el Brillat-Savarin, el explorateur, el Saint-Marcellin, el brin d’amour corso, el vacherin y el roquefort; de Italia, me gustan el parmesano, el gorgonzola, la mozzarella de búfala, el taleggio y el provolone; de Suiza, el gruyère —sobre todo el curado— y el emmental —muy indicado para cocinar—; entre los españoles, además de los ya mencionados quesos canarios, manchego y roncal, mis preferidos son el picón, el afuega’l pitu y, sobre todo, dos grandes quesos: el montsec y la torta del Casar.