Cenar en casa con los amigos
Cuando tenemos invitados, compramos lo mejor para complacerlos: tenemos tantas ganas que no se escatima ningún esfuerzo. Pero lo mejor de estar con los amigos es pasar un rato distendido
«Te invitamos a cenar, pero sólo un pan con tomate, ¿vale?; contigo no nos atrevemos a más, nos da apuro», suelen excusarse mis anfitriones. No lo he entendido nunca, parece como si cocináramos sólo para demostrar las virguerías que sabemos hacer. Cuando tenemos invitados, compramos lo mejor de lo mejor para complacerlos. Lo entiendo: tenemos tantas ganas que no se escatima ningún esfuerzo. Y vamos aún más lejos: se trata también de mostrar el espacio de convivencia íntima en el que crece la familia. Valoramos mucho que los amigos nos digan: «Os haremos una ternera tal y como la cocinaba mi madre»; o bien: «A los niños les encantan las patatas en salsa y, como también vienen los vuestros, lo mejor sería pensar en una comida que le gustara a todo el mundo». No hay duda: ser uno mismo, sin velos ni afeites ni actuaciones de cara a la galería, es la mejor forma de convertirse en un excelente anfitrión.
La casa como espacio íntimo, decía: la mesa del comedor tiene que situarse en un punto agradable. Me reconfortan quienes entienden que, aun sin llegar a bendecir los alimentos antes de comerlos, la comida que llevamos a la mesa merece todo el respeto porque la hemos ganado con el sudor de la frente y porque somos unos privilegiados en comparación con los millones de seres humanos que viven penurias y tristezas sin un mendrugo de pan que los consuele. Nada justifica un egoísmo inmoral si aspiramos a un mundo mejor, y tengo que ser consciente de que mi trabajo no justifica en absoluto los excesos. Recuerdo con cierta amargura un grupo de amigos que se reunía para disfrutar de mis platos, acompañados de vinos cada vez más selectos, hasta el punto de que, al cabo de cierto tiempo, ni siquiera los grandes châteaux estaban a la altura de sus exigencias. El exceso presidía la mesa como un fin en sí mismo. El grupo acabó como el rosario de la aurora, entre polémicas y recriminaciones. Tenía que ser así: les faltaba mesura. Y es que para saber estar con amigos hace falta más mesura que si uno está solo.
Lo mejor de estar con los amigos es pasar un rato distendido; en cambio, convertir la casa en un restaurante, querer practicar una cocina que se asemeje a la que solemos encontrar en las catedrales gastronómicas es ir en sentido opuesto. Si somos amigos, el trato con cordialidad lo supera todo. El dicho de que la familia nos viene impuesta mientras que los amigos los escogemos resulta especialmente adecuado para momentos en los que tenemos que ser nosotros mismos.
Si tienen ustedes invitados a cenar, les aconsejo un menú práctico, que no les obligue a levantarse de la mesa a cada rato. Un entrante frío ya emplatado en la cocina justo antes de sentarse a mesa, una sopa o un guiso caldoso acabado en el momento en que los invitados están aparcando el coche y, como traca final, una carne o un pescado al horno que puedan llevar a la mesa y servir con gustosa generosidad. El postre ya depende de las habilidades de cada uno, e incluso el recurso a la pastelería de confianza es perfectamente correcto, y si se puede presentar una especialidad local, el éxito está asegurado: ¿a quién no le gusta conocer el país o la región a través de los dulces? Ah, un último consejo: no se pasen con los vinos, mejor dos de categoría que un surtido alcohólico que después, al volver a casa, obligue a sus invitados a ir de safari para esquivar los controles de alcoholemia.