La cuenta, por favor
Del mismo modo que hay que saber disfrutar de la cocina de un gran restaurante, hay que saber pagar. Y no es menos importante saber cobrar: ¡cuántas veces invitaríamos a amigos y parientes! ¡Cuántos restaurantes se arruinarían si el cocinero hiciera las facturas! Pero la realidad se impone, y si los proveedores no cobran, no…
Del mismo modo que hay que saber disfrutar de la cocina de un gran restaurante, hay que saber pagar. Y no es menos importante saber cobrar: ¡cuántas veces invitaríamos a amigos y parientes! ¡Cuántos restaurantes se arruinarían si el cocinero hiciera las facturas! Pero la realidad se impone, y si los proveedores no cobran, no nos traen el pescado, y la compañía eléctrica nos querrá cobrar el recibo de la luz. En definitiva, en un restaurante, como en cualquier negocio, hay que saber gestionar cobros y pagos, por mucho que se diga que no hay que mezclar dinero con arte.
De todos modos, entre el auge del arte culinario y la crisis, cada vez se cuestionan más algunas nociones básicas a la hora de calcular los costes de un restaurante y su incidencia en la factura que acaba pagando el cliente. Por ejemplo, hoy en día algunos empiezan a considerar que lo de menos en la cocina es el producto, y lo más importante, en cambio, algo intangible como la inspiración del creador. Nosotros, por el contrario, sostenemos que no hay gran cocina sin gran producto. Por inspirado que sea el creador, veremos que los productos de menor entidad, aunque se vistan de seda, en mona se quedan. Al fin y al cabo, nadie regala duros a cuatro pesetas: los genios sirven sardinas a veinte euros la ración, y nunca langosta a diez, lo cual nos confirma que los costes, aunque no sean los derivados del producto, están irremisiblemente presentes en la cuenta. Todos hacemos comercio, y cuando uno abre un restaurante tiene que hacerlo con una absoluta responsabilidad empresarial con proveedores, acreedores, el equipo humano y con uno mismo. Por eso, cuando se habla de honestidad profesional, tienen que ponerse sobre la mesa los coeficientes y porcentajes de beneficio, de costes del personal, de costes de la materia prima…
Tradicionalmente se dice que un tercio del coste de la factura es el producto, un tercio, el personal y el último tercio, los servicios y el margen de beneficio. Quien no presta un buen servicio, escatima a sus clientes. Quien sirve lubina de piscifactoría a precio de pescado salvaje, escatima a sus clientes. No es lo mismo que sirva el vino un sumiller o que lo sirva un camarero; tener una gran carta de vinos que una carta de vinos del día; servir un estofado de cordero que un costillar (aunque el costillar pueda estar mal hecho y disfrutemos más con el estofado); ofrecer una cubertería de plata y una vajilla de porcelana en lugar de acero inoxidable y loza. Estas prestaciones no son siempre necesarias, pero marcan las diferencias entre unos restaurantes y otros, e inciden en los costes y el precio. No todo el mundo las valora por igual, pero desde luego contribuyen a realzar la experiencia gastronómica. Y por eso al restaurante gastronómico que tenga un margen de beneficio superior a lo habitual quizá haya que preguntarle cómo lo consigue.
Evidentemente, es justo que la firma del creador suponga un valor añadido en el precio final, como sucede con todas las marcas de bienes de consumo. Y también es justo repercutir en la factura la investigación y el desarrollo de platos que luego copiarán otros cocineros menos inquietos: la cocina no debería recibir subvenciones más allá de las ayudas que pueda recabar una empresa de cualquier otro sector. Sin embargo, el mercado acepta a regañadientes, o simplemente rechaza de plano, estas repercusiones. Eso sí, lo que debe hacerse entender siempre a la clientela es que hay unos costes estructurales mínimos que se trasladan a los precios de la carta y, en consecuencia, a la cuenta.
Todo restaurante está sujeto a las oscilaciones de la demanda: podemos encontrarnos con déficits o excedentes de algunos productos. En Can Fabes, por suerte, un 10 % de los clientes da plena libertad al cocinero, un 60 % consume el menú, y sólo un 30 % come realmente a la carta. La redacción de la misma puede ayudarnos a ajustar nuestra oferta a la demanda de nuestros clientes: si ofrecemos «pescado de mercado», sin especificar qué tipo de pescado, podemos ofrecer el mejor producto del día, variando de un día para otro. La informática también nos ayuda a modificar las cartas no sólo de un día para otro, sino de un servicio para otro: podemos cambiar la carta del mediodía a la hora de la cena. Por otro lado, siempre tenemos que tener existencias de los ingredientes necesarios para elaborar los platos emblemáticos de la casa, como el jarrete de ternera del Santceloni o los raviolis de gambas de Can Fabes. Por último, los excedentes tienen que consumirse, aunque sea en la comida del personal: en un restaurante bien gestionado no se puede tirar la comida.
El restaurante que sirve sólo un menú no debería tener problemas de déficits ni excedentes y puede ajustar mucho mejor los costes. Es más arriesgado y caro servirle a un comensal los dos platos que éste elija de la carta que un menú preestablecido de veintidós platos.