Pan de vida

Los panaderos se quejan del intrusismo en la fabricación y venta del pan en nuestro país, donde la calidad del pan empeora a ojos vista. Encima, las estadísticas demuestran de forma contundente que el consumo de pan está en caída libre. ¿Está amenazado uno de los pilares básicos de nuestra dieta?

No quisiera polemizar sobre uno de los puntales de nuestra alimentación, aunque sí invitar a reflexionar. Los lectores del Magazine saben que no hace mucho se armó un gran revuelo porque en un artículo nos lamentábamos de la mala calidad del pan, que revela lo bajo que han caído nuestros estómagos, cada vez más llenos de moléculas no aptas para una correcta digestión: las levaduras rápidas y la harina de tercera utilizadas en panes que se consumen aún calientes, sin reposar, contribuyen sin duda a ardores similares a los que padecen quienes comen chiles rojos o beben destilados de altísima graduación.

Desde luego, la masa gomosa en la que se convierte el pan de muchas gasolineras, supermercados, panaderías y boutiques de pan al poco de su adquisición no evoca en nada el pan que Cristo repartió entre los apóstoles, convertido en su cuerpo. Y cuerpo es lo que pide el pan para mojar, para restregarle tomate negro de Crimea, para saborear con unos erizos de Llafranc con butifarra. Ése es el pan que recuerda Manuel Vicent, en su libro Comer y beber a mi manera, que le daba su madre para merendar, con aceite de oliva, sal y pimentón dulce. O el que yo recuerdo que compartía con mis padres, untado de alioli recién majado: algo que iluminaba el paladar desde lo más profundo de nuestra cultura.

Sentencia Manuel Vicent al principio de su libro que «la mejor receta de cocina es esa sensación que los pobres llaman hambre y los ricos, apetito». Ya lo dijeron Sócrates, Cicerón, Cervantes y Escoffier: la mejor salsa del mundo es el hambre. Pues bien, con hambre salía yo de la escuela para ir a comer en casa, donde mi padre esperaba para cortar el pan con el cuchillo mayor y siempre haciendo la cruz en señal de respeto para el alimento símbolo de todos los demás alimentos: el pan nuestro de cada día, ganarse el pan, no hay justicia ni pan para todos…

Hace unas semanas, descolgué de la despensa la panceta curada con la deliciosa pimienta negra que traje de un viaje a Java y puse a tostar pan en la chimenea, donde ardían los primeros troncos de encina del otoño, de ésos que invitan también a asar cebollas y poner la mente en blanco, contemplando las llamas y oliendo el pan y bebiendo muy despacio el vino tinto de una copa. Y luego, con la merienda, el pan tostado con panceta y unas aceitunas de Aragón, la lenta entrada de la noche: goce puro y asequible.

Si de mí dependiera, cosa harto improbable, otorgaría un Premio a la Dignidad al panadero o panadera que mejor ejerciera su oficio en cada municipio, de acuerdo con unas normas mínimas de respeto hacia el trigo como símbolo de la cultura mediterránea. Sería una buena forma de recuperar la memoria y de revalorizar al oficio como mecanismo de transmisión del saber: menos televisión y más pan. Del bueno. Y para todos.

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