Mil maneras de desplumar a un incauto

La estrechez de miras de ciertos plumillas encamina a los cocineros a reducir la cocina catalana a platos que permiten aprovechar las partes menos nobles de los animales y en los que la destreza y la finura del cocinero apenas tienen cabida

De tarde en tarde me gusta entretenerme leyendo Cuando sólo nos queda la comida, de Xavier Domingo, un glotón declarado, sarcástico y visceral ante la idiotez, fuera de quien fuese: de una remilgada con titulitis, de un ego-chef o de un crítico de la Academia de la Grande Bouffe o del establishment, esos sabelotodos que, si no cambian sus formas y su estilo, acabarán por convertir la ciudad de Barcelona en la capital de las albóndigas con sepia y los canelones.

La estrechez de miras de ciertos plumillas de derechas y de izquierdas ayuda a empeorar el rancho y encamina a los cocineros a reducir los tratados de cocina catalana a un solo vademécum, donde priman los picadillos y guisos que permiten aprovechar las partes menos nobles de los animales y donde la destreza del cocinero, su finura, pericia y elegancia apenas tienen cabida, frente a la apología de la cocina de subsistencia de mediados del siglo pasado. Se están pasando con tanto canelón, albóndiga, pelotas o pelotillas, fricandós y buñuelos sin sabor a nada. Es una ofensa a nuestros abuelos que a menudo no obedece más que al deseo de hacer negocio con los sentimientos más primarios, apelando sin cesar a un regreso a la cocina que ignora el clasicismo más elemental y que asesina la tradición mediante malos sofritos y, a la postre, satisface a turistas más próximos a la cultura de la sangría y olé que a la del buen vino.

Circulan hoy ciertos cocineros desagradecidos, oportunistas y falsarios, lameculos universales de ricos y famosos, insensibles al buen hacer y que, al menor despiste de la afición, le endosan un pastilla de caldo concentrado en un guiso, con la ridícula e indecente excusa de que «no la notarán», y así se ahorran trabajo y el guiso sale más rentable. Estos cocineros, con sus artimañas, ensucian a un colectivo que, en demasiadas ocasiones, es manipulado por una élite que no les deja decir ni mu. A mí que no me canten milongas ni me justifiquen la bajada de la calidad en los restaurantes con el cuento de que hoy el cliente ya no quiere o simplemente no puede pagar. Es cierto que nos hallamos inmersos en una grave crisis, una crisis como jamás habíamos conocido los de mi generación, pero a su vez es igualmente cierto que la peor crisis es la que tiene lugar cuando un cocinero, en lugar de remangarse y adquirir los mejores productos del mercado, delega o incluso abdica de sus obligaciones y cree apañárselas con productos de cuarta o quinta gama y permite que llas carnes y los pescados lleguen a su cocina sin hueso ni espinas.

Algunos hay que a esto lo denominan «ganar calidad de vida», pero yo no puedo sino responderles que en realidad son ladrones de calidad, cocineros cuya pereza y falta de sensibilidad no les ayuda precisamente a mantener la dignidad profesional. Que se coman ellos sus albóndigas, sus canelones rellenos de malas prácticas, y su pobre cliente se las arregle con sus retortijones. ¡Que les den morcilla!

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