La esencia de una zanahoria

Apenas hace falta pelar las zanahorias. Su piel finísima podría pasar desapercibida incluso a los paladares más sensibles, acostumbrados a pasar la lengua por cremosidades aireadas y demás productos de los robots turbinadores del tercer milenio. Lástima que esas zanahorias tan bonitas que solemos encontrar en las verdulerías y en los supermercados suelan ser insípidas: ni crudas ni cocidas saben a nada, ni siquiera a lo que son.

Apenas hace falta pelar las zanahorias. Su piel finísima podría pasar desapercibida incluso a los paladares más sensibles, acostumbrados a pasar la lengua por cremosidades aireadas y demás productos de los robots turbinadores del tercer milenio. Lástima que esas zanahorias tan bonitas que solemos encontrar en las verdulerías y en los supermercados suelan ser insípidas: ni crudas ni cocidas saben a nada, ni siquiera a lo que son.

Tenemos zanahorias de todos los tamaños y todos los aspectos: desde especímenes que parecen más bien calabazas hasta minúsculos ejemplares cuyo consumo roza el infanticidio, casi siempre, eso sí, con rostros alisados como por un lífting. En fin, a las zanahorias, como a tantos productos, les deberíamos aplicar la máxima de «menos tener y más ser»: esas zanahorias de las que tantas variedades tenemos y que se venden lavadas, deshojadas, envasadas, cortadas, ralladas, enlatadas, congeladas e incluso liofilizadas, Dios sabe lo que son, pero, como apuntaba en mi párrafo anterior, ya les digo yo a qué no saben: a zanahoria.

Las zanahorias de la agricultura no estandarizada según los criterios de las grandes o medianas superficies son otra cosa y, cuando proceden de explotaciones cuyos dueños trabajan con sus propias manos la tierra, comen lo que han sembrado y no andan pendientes de las cotizaciones de la bolsa, saben a lo que son: sentimos que son zanahorias al olerlas, al limpiarlas, al cortarlas, al prepararlas, masticarlas, deglutirlas y, si me apuran, al digerirlas.

Tengo la impresión de que en muchos aspectos de nuestra alimentación hemos sacrificado la calidad en aras de la cantidad, con la consiguiente pérdida no sólo de propiedades organolépticas y de nutrientes, sino también con un consumo excesivo de determinadas sustancias, como las proteínas de origen animal.

Como dije en mi post «Crisis, crisis, crisis«, espero que la recesión con tintes de depresión que nos afecta sirva para definir mejor los límites que no deberíamos traspasar como consumidores o cocineros. Intelectuales como Michel Lacroix o el microbiólogo francoestadounidense René Dubos abogan por recuperar la moral monástica, el espíritu benedictino no sólo del «ora et labora», sino de la relación fecunda entre el hombre y la naturaleza. Se trata de recuperar el placer de lo simple, como el sabor de una zanahoria, para alcanzar un conocimiento más profundo del ser.

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