Trece meses después

Han pasado ya trece meses desde la aparición de «La cocina al desnudo», tiempo suficiente para hacer balance y matizar, algo que he aprovechado para hacer en la «Apostilla» que incluye la edición de bolsillo

Han pasado ya trece meses desde la aparición de «La cocina al desnudo», tiempo suficiente para hacer balance y matizar, algo que he aprovechado para hacer en la «Apostilla» que incluye la edición de bolsillo del libro que lanzó Booket poco antes del IV Foro de Gastronomía, y de la que leí varios fragmentos en mi intervención en dicho foro. El texto siguiente forma parte de la «Apostilla».

Personalmente, limitar la controversia suscitada por «La cocina al desnudo» a una polémica entre partidarios y detractores de los aditivos me parece empobrecedor, como también me lo parece llevar la polémica al terreno del enfrentamiento recurrente entre la modernidad y la tradición. De lo que se trata es de defender un modelo de cocina profesional artesana en paralelo a una cocina doméstica basada en productos frescos. En España, uno de los críticos gastronómicos que mejor entendió mis intenciones fue Jesús Pelegrín Gutiérrez, en uno de los Editoriales del web Lo Mejor de la Gastronomía titulado «Clarooscuro de un no-debate«.

En efecto, se trata de un choque entre dos modos de entender la cocina y la alimentación radicalmente distintos: la cocina como acto agrícola y cultural o la cocina como acto industrial, sometido a los dictados del mercado, con sus acólitos tecnocientíficos. A mí me horrorizan declaraciones como éstas de Andoni Luis Aduriz a El País del 25 de mayo de 2008: «En el futuro [cocinará] la industria, y habrá que pedirle lo mismo que pedíamos hasta ahora a nuestras madres: salud y delicadeza. Yo trabajo para que un día la comida que compremos sea así. Nuestra madre será la industria». Piense muy bien el lector en todo lo que implica la última frase: «Nuestra madre será la industria». ¿Es éste el futuro que deseamos? ¿Queremos renunciar a un ámbito de nuestra cultura tan íntimo como es el de la alimentación para cedérselo a la industria agroalimentaria? ¿Cómo puede defender un chef semejante aberración?

El otoño y el crudo invierno de la crisis han trasladado el centro del debate culinario al ámbito de la supervivencia económica pura y dura de muchos restaurantes. Yo tuve la suerte de inaugurar en septiembre del año pasado un restaurante en Dubái, el Ossiano, pero me consta que la crisis aprieta, ¡y cómo!, a un buen número de mis colegas; sin embargo, creo de corazón que, como decía Dickens en «Historia de dos ciudades», éste es el mejor de los tiempos, aunque a la mayoría les parezca el peor. En efecto, la recesión y la caída del consumo nos ayudarán a recuperar la valoración del esfuerzo, del trabajo; a recuperar un lenguaje y unas actitudes que transmitan mensajes claros y comprometidos con unas formas y una modestia que parecían perdidas. Aún tenemos mucho que hacer y mucho que vender y mucho que subir hasta alcanzar, entre todos, la cima, que hoy, por más que los medios locales se emperren en decir lo contrario, se reparten otras cocinas, como la francesa (alta restauración) y la italiana (restauración popular: pasta y pizza). La cocina de calidad no puede construir su futuro con los mismos elementos que las cadenas de comida rápida o la gran industria alimentaria.

Una de las mejores defensas de la alimentación natural, la he encontrado recientemente en el libro In Defense of Food, de Michael Pollan, colaborador de The New York Times y catedrático de Periodismo de la Universidad de Berkeley. Afirma Pollan:

Existen muchas razones para evitar comer productos alimenticios tan complicados, más allá de los distintos aditivos químicos y derivados del maíz y la soja que contienen. Uno de los problemas de los productos de la ciencia alimentaria es […] que engañan al cuerpo; sus colorantes y aromatizantes artificiales y sus edulcorantes sintéticos y sus nuevos tipos de grasas desorientan a los sentidos en los que confiamos para evaluar los nuevos alimentos y preparar al cuerpo para asimilarlos. Los alimentos que engañan no nos dejan otra opción que comer mirando números, consultando etiquetas en lugar de nuestros sentidos.
[…]
Como cocineros en nuestra propia cocina, disfrutamos de una omnisciencia sobre los alimentos que ni siquiera el estudio más exhaustivo de los supermercados o de las etiquetas de los productos puede llegar a sustituir. Habiendo arrebatado el control de la comida de las manos de los científicos y los industriales, sabemos exactamente lo que contiene y lo que no: no nos planteamos interrogantes sobre el jarabe de maíz con alto contenido en fructosa, ni sobre los diglicéridos etoxilados ni sobre el aceite de soja parcialmente hidrogenado, por la sencilla razón que nosotros no etoxilamos ni hidrogenamos parcialmente nada ni le incorporamos aditivos. […] Recuperar así el control de los alimentos, arrebatárselo a la ciencia y a la industria, no es moco de pavo; en realidad, hoy en día, cocinar a partir de materias primas y cultivar lo que se come se han convertido en actos subversivos.

La traducción es mía, ya que en el momento de escribir estas líneas no pude contar con la traducción española del libro, que, con el título «El detective en el supermercado», publicó en febrero de 2009 la editorial Temas de Hoy.

Invito, pues, a mis lectores a sumarse al número de subversivos que desean recuperar el control sobre la comida o no quieren perderlo. A veces hay que plantarse, y yo lo he hecho y seguiré haciéndolo.

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