Ya es hora

Cuando vi desaparecer las mariposas del Montseny, me dije: «Aquí pasa algo»; luego los ganaderos cerraron los establos, colgaron las botas y se fueron de barrenderos de noche a la gran ciudad. Pero llegó la hora: se acabó el éxodo hacia el maná

Lentamente, se saborea lentamente y es un masaje para el paladar, suave, aterciopelado e intenso. El fracaso líquido invade los platos sucios o medio llenos de restaurantes vacíos de alto postín. Vacíos se sentían muchos al comer, vacías están sus carteras, vacíos los corazones de algunos y vacío el aire cuando se convierte en la nada.

Cuando vi desaparecer las mariposas del Montseny, me dije: «Aquí pasa algo»; luego los ganaderos cerraron los establos, colgaron las botas y se fueron de barrenderos de noche a la gran ciudad. A las tierras fértiles les salieron matojos, cardos borriqueros y estepas, y allí cavaron sus madrigueras los conejos de monte. Ahora, de vez en cuando, cae una piña y luego una bellota, y nacen y crecen cuatro árboles desperdigados, eso sí, muy mediterráneos, pero que avanzan borrando la civilización.

Se acabó el éxodo hacia el maná, el oasis de hormigón en el que los humanos hemos construido mundos subterráneos por los que transitan a diario caudalosos ríos de nuestros congéneres, cuerpos de consumo hacia comedores sin alma en los que la gente come igual que un viudo sin cocina, un soltero sin patria, una familia sin madre. Se acabó -decíamos- el éxodo, y debemos ahora volver a echar raíces, cerrar las puertas a los lobos y plantar ajos en la entrada, por si fuera verdad que ahuyentan a los malos espíritus.

He de confesar que no creo en trasgos, brujas, exorcistas ni papas que se pasean como becerros de oro para nada. Sin embargo, me encanta comer ajo y alardear de mi villanía como arma revolucionaria contra tanto friki bendecido por el doctorado honorífico de las universidades del dinero.

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