Santo y seña de la gastronomía española
Si en lo pequeño está lo grande, en la tapa se encuentra la medida de lo más grande, entre trago y trago, en una barra de bar, arreglando el mundo con los amigos
Paella y gazpacho. Cocido y pa amb tomàquet. Tapas y cocina de vanguardia. Jamón y pulpo al pimentón. Cocochas al pil pil y merluza de pincho a la bilbaína. Cocina clásica, un pollo campero asado en cazuela y alguien que exclama: «¡Esto es el cuerpo de Cristo resucitado!». La realidad a veces tiene forma de cochinillo asado a la segoviana, cordero lechal a la burgalesa (que no a la burguesa) o gambas de Palamós a la plancha. Callos a la madrileña y butifarra catalana. Cecina de León y anguila de Valencia. Pimientos de Padrón, anchoas del Cantábrico y de l’Escala, papas arrugás canarias, chistorra de Pamplona, riñones al jerez, alcauciles de Jerez. Zarajos, caldereta, morteruelo y gazpacho manchego. Y así hasta el infinito, platos y tapas, esas tapas que son platillos para compartir y que tan bien documenta «El gran libro de la tapa y el tapeo», de Enrique Becerra, sevillano, del barrio de San Román, de oficio restaurador, tabernero, mesonero o como ustedes quieren llamarlo, que ejerce todos los días.
Becerra sabe extraerle el sabor a lo que cuenta igual que a unas humildes aceitunas aliñadas, una sopa de gurumelos, un revuelto de rabo de toro con patatas, unos mejillones al ajilimójili, unas albóndigas de cordero a la yerbabuena o una exquisita y delicada alboronía con piñones. Si en lo pequeño está lo grande, en la tapa se encuentra la medida de lo más grande, entre trago y trago, en una barra de bar, arreglando el mundo con los amigos… antes de sentarse a la mesa; porque, eso sí, debo confesarles que, por mucho que me gusten las tapas, prefiero comer sentado ante la mesa («entaular-me», como decimos en catalán) cuando llega la hora de almorzar o cenar.
Las tapas sirven para levantar cuerpos y cimentar el estómago para beber sin desbarrar, pero también pueden sacudir almas y conciencias, porque comiendo saciamos tanto el hambre como la curiosidad, y se encienden y se apagan nuestros instintos. Comer es degustar, saborear, pero también tocar con dedos, labios, lengua, dientes, deglutir y luego procesar y almacenar las sensaciones en la memoria, donde puede que surjan a su vez nuevas emociones, como la célebre magdalena mojada en té de tía Léonie.
Y no olviden que unas rodajitas de lomo de cerdo criado con las bellotas de la dehesa extremeña convierten a más adeptos a la religión culinaria que la lectura de los miles de guías gastronómicas destinadas a turistas.