En la cocina con Woody Allen

Antes de subir al escenario a tocar el clarinete, al polifacético director de cine le gusta merendar. Desconozco si se entrega a los fogones, aunque no le debe faltar quien le eche una mano, como Scarlett Johansson, quien declaró el año pasado que «con Woody Allen trabajaría hasta en su servicio de cocina».

Antes de subir al escenario a tocar el clarinete, al polifacético director de cine le gusta merendar. Desconozco si se entrega a los fogones, aunque no le debe faltar quien le eche una mano, como Scarlett Johansson, quien declaró el año pasado que «con Woody Allen trabajaría hasta en su servicio de cocina». Y lo cierto es que en sus entrevistas siempre declara que adora los gatos y le gusta la cocina.

Irónico y divertido, Allen considera que «la amistad es como la mayonesa: cuesta un huevo y hay que procurar que no se corte». Añade que «no sólo de pan vive el hombre: de vez en cuando, también necesita un trago». Y da prueba de un peculiar existencialismo gastronómico al afirmar: «Odio la realidad, pero es el único sitio donde se puede comer un buen filete». O qué decir de sus consideraciones sobre la obesidad en su texto «Para acabar con los regímenes de bajas calorías: reflexiones de un sobrealimentado»: «después de todo, ¿qué es la gordura si no una acumulación de kilos? ¿Y qué son los kilos? Simplemente un compuesto agregado de células. ¿Acaso una célula puede ser moral? […]No, amigo, jamás debemos tratar de distinguir entre una gordura buena o mala. Debemos acostumbrarnos a considerar al obeso sin emitir juicios, sin pensar: ‘la gordura de este hombre es una gordura de primera categoría’ o ‘la de este pobre diablo es lamentable'». Éstas y otras agudezas pueden encontrarse en sus cuentos publicados hace ya dos décadas por The New Yorker y que la editorial Tusquets editó en español con el título «Cuentos sin plumas».

Por su reciente estancia en la Ciudad Condal, durante la filmación de «Vicky Cristina Barcelona», sabemos que Allen es aficionado a las croquetas y a las especialidades de Ca l’Isidre, donde oficia la familia Gironès, que cada mañana compra de entre lo bueno lo mejor del mercado de la Boqueria. Por eso no me extraña que Allen se zampara una buena fabada en Asturias cuando fue a recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Artes 2002, y no me extrañaría que hubiera repetido cuando volvió al principado durante su rodaje hispánico. En cambio, pese a su sofisticación neoyorquina, me resulta más difícil verlo inhalando humos entre sorbos de helado de nicotina, o bien paseando por las grandes superficies acristaladas del duty free de algún aeropuerto, en busca del último gadget de moda. En fin, a juzgar por una de sus películas de los años noventa, «Celebrity», veo a Allen bastante escéptico sobre lo que significa realmente ser famoso, ya sea como estrella del cine o bien como celebrity chef.

De todos modos, puestos a hacer hipótesis, por su aspecto físico tampoco parece que Allen sea dado a grandes comilonas: lo suyo es comer poco, pero fijándose en lo que hay en el plato, sin dar mayor trascendencia a lo mundano. Es una de esas personas de paladar fino, con buen olfato, que seguro que en su adorado Manhattan conoce sitios escondidos donde los platos poseen la sustancia amable de lo intemporal.

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