Identidad culinaria

Otra vuelta de tuerca a las identidades culinarias, culturales y nacionales, que para Santi Santamaria son indisociables. Por eso no sorprende encontrar en un mismo texto de 2002 referencias a Josep Maria Terricabras, Jaume Fàbrega i Pierre Bourdieu

Ya nos lo adelantaa Josep M. Terricabras en su exitoso ensayo Atrévete a pensar: «Las cosas no son tan simples como a primera vista pueden parecer; la vida y la realidad a menudo son bastante más complicadas de lo que pensamos». Mi afición por la lectura precisamente responde a mi afán por comprender la vida y la realidad. Por eso me resulta grato encontrarme con la siguiente cita en el maravilloso libro de Teresa Guardans El saber marginat:

A lo largo de milenios, los grupos humanos han vivido sin ninguna conciencia de cambio, de creación de conocimientos ni de nada similar. Cada generación recibía todo el saber de la anterior, una de la otra, hasta la primigenia, que lo recibió de algún personaje o grupo no humano. Más recientemente, en la primera concepción de la ciencia, parecía que se trataba de la revelación de la propia naturaleza. «Saber» ha sido a lo largo de los tiempos sinónimo de recibir, conservar, repartir y transmitir unos sistemas de organización social, de control tecnológico del medio y de valorar y concebir. Y esto hasta hace cuatro días. En 1750, cuando ya no eran los dioses quienes entregaban el saber, sino la realidad misma, la «Naturaleza» (?), Diderot anuncia en el prefacio de la Enciclopedia que sus objetivos de la obra son: «Reunir todo el conocimiento disperso por la superficie de la Tierra para poder construir un sistema general de pensamiento, de forma que las obras pretéritas no resulten inútiles y nuestros descendientes sean más instruidos, y así puedan ser más virtuosos y felices».

Manifiesta Teresa Guardans que los mitos ponían la mente, la sensibilidad de las personas en contacto con la realidad, ofrecían valoración, orientaban la actuación y aseguraban la supervivencia del grupo.

Esta certeza arraigada del recibir, conservar, transmitir, desaparecidas las figuras míticas, empieza verdaderamente a tambalearse cuando se pone de manifiesto que nada ni nadie dicta cómo son las cosas ni cómo hay que actuar y que virtud y felicidad –el futuro mismo– están en nuestras manos. Nada ni nadie puede eximirnos de la responsabilidad de gestionar nuestro destino y el del planeta.

Pero mientras continuamos inmersos en una concepción de progreso (aunque sea limitada al ámbito del conocimiento), todo saber anterior se interpreta como si fuera de la misma naturaleza que el actual, pero menos perfeccionado, y viceversa, el conocimiento actual no es otra cosa que más y mejor que el anterior. Mientras no se comprenda que se trata de instrumentos radicalmente diferentes al servicio de la supervivencia, no será posible poner remedio a las carencias de ambos saberes.

Hemos recibido una cocina catalana con historia, como expuso Rudolf Grewe en su valioso trabajo sobre El libre de Sent Sovi. Esta cocina, según Jaume Fàbrega, historiador también y defensor de la identidad nacional catalana como nadie, cuenta con regiones, códigos y gramática propios, basados en la tensión simplicidad/complejidad, seny y rauxa, mar y montaña. Tiene una continuidad histórica que la convierte en cocina nacional, culta e ilustrada. Por último, es integradora, distintiva, pero abierta al mestizaje, plural, compleja, variada. Presenta, pues, niveles, registros y sabores diversos y hasta contrastes. Le falta, eso sí, proyección tanto en el interior como, sobre todo, en el exterior del país. Proyección como cocina nacional definida, sin tutelas ni de España ni de Francia. Una proyección que tiene que ir ligada a trabajos varios –libros en inglés y otras lenguas, jornadas, etc—, a una política agrícola y alimentaria propias y adecuadas y, volvamos a insistir en ello, también a la obtención de una soberanía suficiente que permita salvaguardar con más énfasis –tanto ante España como ante Francia o los Estados Unidos– el patrimonio de los productos, la cocina y el paladar propios.

En la nueva configuración social que se mueve a ritmos de vértigo están en peligro las identidades culinarias, las que no se adapten a objetivos comerciales. La dictadura de los medios obliga a hablar de una cultura culinaria de tan bajo nivel que resulta más rentable mostrar cómo viven determinadas tribus africanas o de la selva amazònica que preservar la riqueza cultural de Cataluña. Si te muestras excesivamente entusiasta con lo que podríamos denominar la cocina tradicional y demás costumbres de la vida de tu pueblo, los presuntos cosmopolitas te tachan de anticuado y retrógrado. Si desde las instituciones no se generan condiciones favorables para que de forma natural apreciemos «lo nuestro», corremos el riesgo de acabar como el rosario de la aurora, y no sólo en la cocina, sino también en el proceso de recuperación que se inició con tanto empuje durante la Transición.

Las modas, las corrientes Coca-cola-socializantes, no son simples muestras de poder económico, como bien puntualiza Pierre Bourdieu en Contrafuegos 2, sino de poder simbólico: la fascinación que ejerce la cultura americana sobre los jóvenes pone en cuestión los valores de la nuestra vieja Europa. ¿Cómo no se va a tambalear nuestra pequeña patria?

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