¡Embriagaos!

Termina el culebrón vinícola con la reincorporación a filas de Joan Carles Ibáñez. Para celebrarlo, un grand cru de la cosecha de Santi: el pregón oficial de la fiesta mayor de Sitges del año 2008, en el que, en lugar del acual «Indignaos», propone otra alternativa

Benvolgut poble, digníssimes autoritats, dones i homes i, en especial, gent de la vinya, de la ciutat de Sitges, del Garraf i de la Fundació Miquel Torres, patrocinadors de l’acte:

Al glosar el mundo del vino sin ser un entendido se corre el riesgo de caer en el ridículo más espantoso, sobre todo sabiendo que ustedes esperan de mis palabras algo más que una declaración pública de compromiso con el vino, su gente y su tierra. Como catalán y mediterráneo, considero el vino un valor cultural heredado, en mi caso gracias a un entorno familiar muy emotivo.

Aunque les pueda sonar extraño, en mis genes está el gusto del vino, hasta tal extremo que, cuando elogio un vino, me sale del alma decir: «M’agrada perquè té gust de vi» [‘Me gusta porque sabe a vino’]. Soy hijo de payeses del Baix Montseny y, antes de la filoxera, mi familia disponía de una viña. Con los años, se arrancaron las vides muertas y se plantaron pinos, aunque, cuando vamos con la familia a nuestra antigua propiedad, nunca la llamamos «el pinar», sino que continúa siendo «la viña». Desgraciadamente, son pocas las viñas en mi entorno comarcal que han resistido el proceso de industrialización y el abandono agrícola. A pesar de ello, guardo recuerdos de infancia relacionados con el vino, incrustados en la memoria, desde donde los sentidos los reviven para mí, como un homenaje al vino, porque el vino es una obra humana viva y, como cosa viva, llega un momento en que muere. Con razón los sabios consejos de enólogos y sumilleres nos permiten beberlo en óptimas condiciones, en la flor de la vida. Pero es en nuestra memoria personal donde permanecerá en toda su plenitud, y ésta desaparecerá definitivamente con nosotros. El vino, tragado, bebido y saboreado, tiene un nuevo dueño intransferible. Pasa al estómago y al cerebro a través de la sangre, pero el vino de verdad nos llega al alma convertido en auténtico alimento espiritual.

Sostenía Xavier Domingo en su libro El vino trago a trago, publicado en los años ochenta del siglo pasado, que «en eso del vino somos tercermundistas», que «no sabemos hacer etiquetas» y que en aquel entonces «reinaba la picaresca». Al cabo de tres décadas, hemos salido del oscurantismo, producimos vinos de una calidad incuestionable y la sensibilidad en la presentación de nuestros productos recibe elogios de artistas, diseñadores y creadores gráficos. Xavier Domingo estaría orgulloso de abrir un tinto del Penedès, Priorat, Ribera, Bierzo o Toro sin coger mala uva. De él aprendí a diferenciar entre la cata y el trago. Cito extensamente sus palabras:

En la cata, actividad especializada y profesional, se establece una relación persona-vino que solamente pone en acción determinados órganos: nariz, lengua, paladar, ojos. El vino es mirado, olfateado y paseado por la lengua y el paladar en una labor paradójicamente más técnica que sensual. Se trata de analizar, separar sabores y, tras una serie de muecas rituales, soltar unas definiciones.

El trago pone en juego a todo el cuerpo. La relación persona-vino es total y sensual. La jerga queda reducida a conceptos simples: el vino es bueno o malo. ¡Punto! Y no es una casuística heredada, canónica litúrgica la que decide, sino los efectos del lento proceso del vino en el cuerpo, invadiendo progresivamente todo: carne, piel, sangre, huesos y vísceras. Horror o llama. Vida o enfermedad.

En la cata, el vino se escupe. En el trago, se absorbe enteramente y entra en la lid toda la entidad psicosomática. La cata es una ocupación momentánea de unos músculos especializados. En el trago, la cosa va en serio…

Pues bien, llegados a este punto, yo me declaro a favor de beber más y analizar menos, de ser más instintivos, en un marco alegre, como debería ser el entorno de una buena mesa. Y reclamo, para apreciar el vino sin complejos ni falsas retóricas, hablar en la mesa de todos los temas posibles, salvo la política y lo que se come y se bebe, según las viejas normas de conducta y urbanidad relacionadas con la vida social.

Del vino, me interesa su origen. Heidegger dijo que «los orígenes se ocultan debajo de los comienzos». Para entender un fenómeno, es preciso que exista previamente, afirmaba Jean-Marie Pelt en La historia más bella de las plantas. Buscar la autenticidad de un vino es, en parte, ahondar en la búsqueda de la verdad. Y, ésta, es el alimento de la vida. Cuando conozco a las personas y a sus viñas, entiendo mejor sus vinos.

Son días de vendimia, días de vino, de trabajo y de fiesta, como ésta que celebramos hoy, la 46a Festa de la Verema y la II Mostra de Vins de Sitges. Vendimiadores. Los unos cortan la vid de la parra con el sistema tradicional, mientras que otros utilizan los métodos tecnológicos más punteros. La mecanización, según los viticultores, es hoy una necesidad imperiosa por los costes laborales. La realidad es lo que cuenta. Las uvas llegan a la bodega para convertirse en mosto y luego, en las frescas bodegas, a la sombra reposada y lenta, se transformarán en lo que Paracelso llamaba «los fermentos bulliciosos de la Naturaleza». Releyendo La cocina cristiana de Occidente, de uno de los mejores estilistas de la literatura española contemporánea, el gallego Álvaro Cunqueiro, encuentro —en medio de su prosa sabia, sabrosa y depurada sobre el vino— una cita de la obra de Jung Psicología y alquimia, en la que se describen los ritos de las jornadas vendimiadoras de Borgoña, como el de una procesión de viejas que cuentan chistes verdes entre los viñedos borgoñones para excitar la virilidad del vino y hacer que el caldo que va a nacer de las uvas tenga mayor graduación y sea más valiente, varón irreprochable como un preux de los cantares de gesta. Contaba Cunqueiro que en Sicilia, en vísperas de vendimia, un extranjero no debe aventurarse entre viñedos porque lo más fácil será que encuentre la muerte y, enterrado al pie de la cepa, la sangre y la cal de sus huesos sirva para vivificar el viñedo.

Somos memoria, y nuestra cultura ha sido construida secularmente por las fantasías mitológicas descritas por nuestros clásicos, como Eurípides, Homero, Anacreonte, Horacio o Virgilio. Entre los contemporáneos, algunos como Shakespeare, Goethe, Baudelaire, Nietzsche… María Luisa Tavernier publicó una antología de textos sobre el vino y las letras. En sus páginas, vemos que, desde la misma cuna del vino, en Mesopotamia, se ha buscado la felicidad en la poética del vino. Sirva, pues, el poema El vino de Georges Brassens como reconocimiento a nuestros viticultores más sensibles, más apegados a la tierra, miren o no miren las lunas, que buscan terrazas donde su gravedad se haga sentir más y mejor o donde el sol alcance al fruto de la vid y perfeccione su maduración.

El vino

Antes de cantar
mi vida, de hacer
arengas
en mi resaca,
he mordido siete veces
mi lengua,
he sabido de las gentes
que no eran del género sobrio.
Se dice que tuve
la mamada con el jugo
de octubre.
Mis padres han debido
encontrarme al pie de una cepa
y no en una col.
Como esas gentes más o
menos bizcas,
a manera de sangre
o nobleza sin
parecido,
corre en mi corazón
el cálido licor
de las parras.

El vino es nuestro amigo, nos favorece miles de sueños todos los días del año. Lo bebemos para recordar nuestra raíz agrícola, nuestros orígenes mediterráneos, nuestra generosidad compartida y nuestra fuerza: bebemos para no olvidar. A veces, el vino nos vuelve nostálgicos y melancólicos. Otras, nos resucita el espíritu. Con un venerable respeto, no bebemos para calmar la sed, sino para abrazar una fuerza misteriosia y siempre próxima a Dios o a los dioses del Universo.

Esperan de mí que, por mi condición de cocinero, les hable del maridaje entre vino y cocina, incluso de la cocina con vino. Sirvan, pues, de ejemplo estas anécdotas que les voy a contar.

Hace ya algunos años tuve la suerte de poder degustar un plato de la cocina al vino, el popular coq au vin, pollo al vino, elaborado por el cocinero galo Claude Peyrot. La textura del pollo, sus aromas, la delicada salsa, me hicieron comprender más y mejor la existencia de una cocina burguesa donde la cocción lenta del pollo, dentro de un cocotte de hierro, junto con la reducción del vino con setas, tocino, cebollitas, ajos, tomillo y laurel, daba pie a una auténtica obra de arte. Su salsa ligada con la sangre del pollo era como acariciar el cielo con las yemas de los dedos o el beso más sensual jamás recibido. Algunos dicen hoy que esta es una cocina antigua, pasada de moda. Y yo me pregunto: ¿desde cuando la excelencia se puede convertir en un objeto de usar y tirar? Jacques Perrin, en una entrevista publicada en la contra de La Vanguardia, declaraba que «el futuro de la viticultura está en su pasado», «la modernidad del vino es su pasado ancestral». El vino, al igual que la cocina y toda la gastronomía, necesita sostenerse sobre la base de un aprendizaje de por vida.

Un guiso de lamprea, un entrecot marchand du vin, un civet de jabalí, unos huevos escalfados al vino, un simple lenguado al cava o un escabeche de codornices al amontillado son referencias para todas las épocas. Deseo de postre unos melocotones de Calanda al vino tinto, aromatizados con vainilla y, de beber, un vino dulce de Málaga, en deferencia a la DO invitada este año a nuestra Festa de la Verema.

Comparto con Ernest Hemingway que el vino es una de las cosas más civilizadas del mundo y de las cosas materiales que han alcanzado una mayor perfección. El vino nos ofrece un disfrute amplio en el campo puramente sensorial y se puede comprar con dinero. Ya me dirán ustedes si, gracias a los hombres y mujeres del vino, no nos lo ponen fácil…

La segunda anécdota es que, al enterarme de la jubilación de un cocinero amigo, Jean Ducloux, hice la sana extravagancia de perder un pasaje de avión Perpiñán-París, cuando ya estábamos a punto de llegar al aeropuerto, para continuar en coche el trayecto y así poder cenar en la Borgoña, en el que fue el restaurante de Ducloux, antiguo alumno de Alexandre Dumaine. ¿El objetivo? Degustar por última vez sus especialidades, su deliciosa terrina de paté en croûte, su salteado de ancas de rana y su pularda a la crema, todo ello regado con un blanco borgoñón, un Montrachet, para ser más claros y definitivos. Fue inolvidable. A las aves, los vinos blancos de la Borgoña las acompañan como a nuestros corderos un tempranillo o un ull de llebre, o, a un pato con peras, una garnacha.

En el maridaje de vino y cocina hay mucho esnobismo, empezando por la desagradable insistencia de algunos anfitriones y de algunos sumilleres impertinentes en hacernos beber lo que a ellos les gusta. Ya me perdonarán, pero para los invitados o los que pasan por caja, no hay mejor placer que el de tener la libertad de elegir, recordando el refrán: «Ande yo caliente, y ríase la gente», o, siguiendo con los refranes, que sobre gustos no hay disputas, pues el gusto es, por definición, subjetivo, e imponer a los demás lo que a uno le gusta es ir en contra de la cocina y del vino.

Para terminar, y después de reiterarles mi agradecimiento por su invitación, aquí en Sitges, uno de los baluartes del gusto catalán, la malvasía, que defiende la asociación Slow-food, les pido que tengamos hoy, en el momento más alegre de la cena, el de los postres, un recuerdo para el caballero almogávar que, en el siglo XIV, trajo de las costas griegas dek Egeo la vid que ha dado nombre a la cepa y al vino, la ya mencionada y embriagadora malvasía, elaborada hoy en el Celler Hospital de Sant Joan Baptista de Sitges.

Permítanme que me despida con un poema en prosa de Baudelaire, poeta que hoy recobra aún más protagonismo por su modernidad, habiendo sido en vida un rebelde antimoderno. Seguro que hoy alzaría su poesía para reírse de las bebidas gaseosas con todos esos sabores sintéticos tan nefastos para todas las edades de nuestras vidas.

Embriagaos

Hay que estar siempre ebrio. Todo está allí; es la única cuestión para no sentir el horrible fardo del Tiempo, que rompe nuestros hombros y nos inclina hacia la tierra. Hay que embriagarse sin cesar.

¿Pero de qué? De vino, de poesía o virtud, a vuestra guisa.

Y si, alguna vez, sobre las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la soledad melancólica de vuestra alcoba, os despertáis, la embriaguez ya atenuada o desaparecida, pedid al viento, a la ola o la estrella, al pájaro, al reloj y a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle qué hora es. Y el viento, la ola, la estrella, el pájaro, el reloj os responderán: ¡es la hora de embriagarse!. Para no ser los esclavos martirizados del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar.

De vino, de poesía o de virtud, a vuestra guisa.

Sitges, 12 de septiembre de 2008

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